* Buena parte de los amores célebres que ocurrieron en los años que duró el segundo imperio mexicano, no tuvieron el final feliz que el romanticismo decimonónico dio a cientos de tramas literarias de aquellos años. Pero si hubo una relación, apasionada, condenada a nunca ser feliz, pero que, a pesar de todo, existió y floreció, fue la de un joven príncipe, enamorado sin remedio de una mexicana joven, bella… y casada.

Crónica

Karl Khevenhüller y Leonor Adalid de la Torre. El conde Khevenhüller volvió a México en 1901 para asistir a la consagración de la capilla que en memoria de Maximiliano se cons-truyó en la cima del Cerro de las Campanas.

Así vio José Luis Blasio, el secretario particular de Maximiliano a aquel hombre, en plenitud de su fuerza y amor por la vida, que venía de tierras austriacas, como parte de los soldados, decididos a seguir a su káiser Fernando Max, si fuera necesario, hasta el fin del mundo:

“Era el conde Khevenhüller un guapo mozo de 25 años, recién llegado al país, y desde los primeros días de su llegada, llamó la atención por su elegancia, su distinción y varonil postura. En muy pocos días fue héroe de varios lances amorosos, de varios duelos y de otros acontecimientos ruidosos que demostraban su alma aficionada al género de aventuras, pero siempre muy estricto en el cumplimiento de sus deberes militares”.

El cuidadoso muchacho mexicano que fue testigo cercano de mil sucesos en el círculo cercano del emperador, había hecho bien su trabajo al hacer sus anotaciones: parecía que tenía un juego completo de referencias de ese europeo, que, ataviado con el uniforme de húsares, causó sensación en los círculos adinerados de la ciudad de México, fascinados por el imperio. ¡Qué gallardo, qué galante era el conde Karl Khevenhüller!

En esos días, en que los artífices del proyecto monárquico en México hacían cuentas felices del triunfo y consolidación de su proyecto político, algunos de esos extranjeros, circulaba, entre el pueblo, una poesía burlona, debida al ingenio del incorregible Guillermo Prieto, que, como parte de la “guerrilla de pluma” que desarrollaba la resistencia republicana, se mofaba de la fascinación por los extranjeros que numerosas familias experimentaban, alentando sueños de casar a las muchachas de la casa con algún guapo francés o austriaco:

Ya vino el güerito,

Me alegro infinito.

¡Ay, hija, te pido por
yerno a un francés!

No era extraño, por lo tanto, que Karl Khevenhüller fuera muy bien recibido en reuniones, saraos y bailes. El vistoso uniforme del Cuerpo Austriaco de Voluntarios, y su título nobiliario, lo hicieron un personaje notorio en la corte mexicana. No fue raro que algunas damiselas miraran con interés al arrogante austriaco, que, al llegar a tierras mexicanas, y, a pesar de que mantuvo una actitud crítica hacia lo que llamaba en sus cartas familiares, los errores constantes que cometía el gobierno, agravados en su opinión porque “el emperador la hace de mexicano y desatiende a los extranjeros”, la lealtad a Maximiliano lo mantuvo en este país durante tres años, de 1864 a 1867.

Las razones de su estadía en México eran menos románticas que su estampa. Johannes Franz Karl von Khevenhüller-Metsch nació en Ladendorf, al norte de Viena en 1840. Era el primogénito del príncipe Rikard von Khevenhüller-Metsch y de Antoine Lichnowsky, y un día ostentaría el título de su padre. Pero un nombre tan rimbombante disimulaba su situación en 1864, común, por cierto, entre los herederos de las familias de la nobleza austrohúngara: jóvenes impetuosos, despreocupados, cuyo tren de vida solía sobrepasar las asignaciones monetarias que recibían, de manera que, con frecuencia, estaban endeudados hasta las orejas.

Con frecuencia, los acreedores eran pacientes, pero, a fuerza de promesas incumplidas, esquinazos y descolones despreciativos, todas esas historias terminaban de la misma manera: los acreedores se quejaban con el conde, el archiduque o el príncipe, progenitores de los desordenados herederos, quienes, coraje aparte, a veces saldaban las deudas y castigaban a los desobligados, o, puesto en entredicho el honor del muchacho en cuestión, los sacaban del país por una temporada, para que el escándalo amainara.

Karl Khevenhüller era uno de esos muchachos.

No era el único que estaba en México por cuestiones ajenas al proyecto político de Maximiliano. Simplemente, habían tomado una opción que se presentó. En el Cuerpo Austriaco de Voluntarios estaba también el conde Karl Kurtzrock, que buscaba gloria y honor para poder casarse con la condesa Marie Festetics, quien, aunque noble, no contaba con la aprobación paterna por ser una noble sin riqueza. Estaba también el capitán de caballería Von Susani, sobrino del arzobispo de Viena, el cardenal Rauscher, que deseaba casarse con una joven a la que no veía bien su poderoso tío: vino a México a curarse el mal de amores y solamente encontró la muerte.

En el caso de Khevenhüller, su talante y sus habilidades lo habían encaminado a la carrera de las armas. Era buen esgrimista y excelente jinete. Alistado en el ejército austrohúngaro, tenía 24 años cuando ascendió a capitán de caballería.

Era febrero de 1863 cuando, para participar en una exhibición de equitación, encargó un traje al sastre de la corte imperial, Hermann Herscheless. Como era usual, el joven conde encargó y postergó el pago. Entrar en problemas con el sastre más importante del imperio era cosa seria, como fue evidente a principios de 1864: el adeudo era considerable, y su sueldo, de unos 162 florines al mes, era simplemente insuficiente. Naturalmente, le reclamaron el pago. El escándalo lo rondaba, y eso no era lo peor: el descrédito, el deshonor, para él y para su familia, darían mucho de qué hablar meses enteros.

Su madre acudió en su ayuda: se movieron influencias, se arregló, mediante una atenta solicitud al comandante Franz Thunm para que al hijo tarambana se le concediera una licencia en el extranjero, y pudiera salir de Austria, mientras su familia intentaba negociar con el sastre inconforme.

Como no hubo arreglo, se optó por poner mayor distancia entre el joven Karl y el escenario de sus equivocaciones. Nuevamente, se movieron influencias, esta vez ante el general Franz von Thun Hohenstein, recién nombrado líder de las tropas que se enviarían a México. Conservando su grado, Karl Khevenhüller fue designado líder de un regimiento de húsares, compuesto casi en su totalidad por soldados húngaros. Formaban parte de una tropa de 6 mil 500 elementos, algunos venidos de los sitios más recónditos del imperio austrohúngaro, destinados a ser —o al menos eso creían— la semilla del nuevo Ejército Mexicano, y a integrar la guardia personal del emperador Maximiliano.

Iba a ser un cuerpo armado muy emproblemado, compuesto por tropas que hablaban varias lenguas y no se preocupaban por entenderse entre ellos: los polacos hablaban polaco y solo con polacos, los húngaros de Khevenhüller solamente se expresaban en su lengua, ignorando olímpicamente el hecho de que el alemán era la lengua obligatoria para operar. Encima, el Cuerpo Austriaco entró, casi inmediatamente en conflicto con otra fuerza extranjera: el Cuerpo Expedicionario Belga, que venían a ser la guardia personal de la emperatriz Carlota.

Como se sabe, estas tropas extranjeras permanecieron en México hasta la debacle del imperio. Cuando Maximiliano fue fusilado, muchos de aquellos soldados volvieron a sus hogares, contando sus aventuras y las desdichas del imperio, y los errores del emperador. Karl Khevenhüller volvió a su patria, después de ser uno de los 800 leales que estuvieron hasta el final junto al emperador. Con los años recordaría sus andanzas al servicio del káiser Fernando Max, y hasta recordaría que Porfirio Díaz, que a fines del siglo XIX gobernaba México, había sido un leal contrincante en tiempos lejanos.

Tal vez, ahí hubiera quedado la historia del príncipe Khevenhüller, que sirvió en México durante tres años. Pero en los años 80 del siglo XX, una historiadora austriaca, Brigitte Hamman, buscando la correspondencia de otro Khevenhüller, dio, en los archivos de la corona austriaca, con un texto: “Tres años en México”, las memorias de aquel joven noble que dejó Viena, huyendo de sus acreedores, y que regresó con recuerdos que nunca se desvanecerían. Aquellas memorias revelaron, entre otras cosas, un amor desdichado que dejó en estas tierras.

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“UNA SILUETA ALTA Y ESBELTA CON CARA ANGELICAL”. En realidad, a Karl Khevenhüller le disgustaban muchas cosas en México. Llegado en el primer barco con voluntarios del imperio austrohúngaro, le desagradaba Achille Bazaine, comandante de las fuerzas francesas, le desagradaban los soldados galos, le irritaban los errores de los ministros imperiales, y también los mexicanos “blancos” y los mestizos “educados”. Que el muchacho no había escarmentado respecto a las razones que lo habían sacado de Viena, queda claro por las conductas que retrató el secretario de Maximiliano: coqueteos, lances amorosos, reyertas, duelos. Para un orgulloso húsar del emperador, todo resultaba poco, especialmente porque, al llegar a México, recomendado por altos nobles, y llevando una carta de la archiduquesa Sofía, madre del emperador, para entregar en propia mano, Maximiliano lo había designado líder de los húsares húngaros, con grado de comandante de batallón.

Pero lo aguardaba en México un geniecillo con el que nunca antes de había enfrentado a profundidad: el amor.

Toca al conde Karl asistir, esa misma noche a un baile en la corte, que apenas asimila el alboroto por la boda entre la mexicana Pepita Peña y el mariscal Bazaine. Al comandante de húsares le llama la atención “la influencia que [Pepita] ejerce sobre el viejo [Bazaine]”. Pero el afán maledicente se le congela de pronto. Algo hay que le cambia la vida, dirá él, para siempre”.

“El baile de la corte representó para mí un momento sumamente decisivo…y aún ahora, al escribir esto después de casi 25 años… una pena indecible me invade el alma… estaba apoyado en una de las grande columnas… entonces pasó flotando una luminosa forma, entre los brazos de un joven mexicano, y una mirada me tocó, al pobre desconocido, que me penetró profundamente como un deslumbrante rayo. ¿Era un ángel del paraíso? ¡Nunca había visto nada semejante Una silueta alta y esbelta con cara angélica. El espléndido cabello rojizo le caía hasta muy debajo de la cintura, y estaba contenido por una redecilla adornada con diamantes. Unos grandes y negros ojos descansaron sólo por un segundo sobre los míos, y no obstante me creí y me sentí elevado arriba de las estrellas durante eternidades… ¿Cómo puede describirse la primera chispa del amor?”.

De inmediato, Khevenhüller indagó. ¿Quién era ella, la mujer que acababa de robarle el corazón? Supo de inmediato que su pasión era imposible: “Leonor Adalid de la Torre [Torres Adalid], nacida Rivas. Lleva apenas 6 meses de casada, y su marido es imp..[otente]… sólo tiene 16 años…”

Pero el comandante de húsares no se arredró. La pasión le comía el alma; moría por acercarse a Leonor. La amaba, de golpe y para siempre. No ahogaría ese sentimiento que le nacía de pronto y que le hacía ver a México con ojos distintos.

Logró que se la presentaran. Si hemos de hacer caso a Khevenhüller, ella también lo miró con interés. “¡Nos miramos con tal intensidad! ¡Nos habíamos hallado! ¿Tuve que venir desde tan lejos para perder el corazón en un instante?”

Así empezó aquella pasión.

UN AMOR IMPOSIBLE. Khevenhüller sabía que era imposible que Leonor dejara a su marido, cayendo en el escándalo, por seguirlo a él. No obstante, con astucia, con discreción, intentó cortejarla. Por más que el arrogante húsar dijera que había sido un amor mutuo e instantáneo, lo cierto es que su trabajo le costó que Leonor abandonase su decoro de mujer casada para mirarlo con interés.

En sus recuerdos, el conde Khevenhüller narró, desde su perspectiva, los días de gloria y el desastre del imperio. Participó en diversas acciones armadas, y en algún momento fue cercano a Maximiliano. En tanto, había logrado convertirse en “amigo de la casa” de los Torres Adalid. Pasaba muchas tardes en aquel hogar, tocando el piano para ella, o leyéndole obras que mandaba a traer de España. Leonor nunca le dio a entender que le correspondía.

Pero llegó el desastre: el imperio caía. Empezó Maximiliano a hacer planes para dejar México; Khevenhüller lo acompañaría. El comandante de húsares llegó a anunciar su partida al salón de los Torres Adalid. Solo entonces, Leonor pronunció un puñado de palabras: “¡No puede ser! ¡No me abandones!”. Por fin, Karl supo que ella también lo amaba. Pero entraba el esposo de ella. El húsar apenas murmuró “¡haré lo que pueda!” Y se marchó.

EPÍLOGO DE UN AMOR. Khevenhüller siguió a Maximiliano hasta Querétaro. Iba entre las tropas que rompieron el sitio, al mando de Leonardo Márquez. Lo que el conde ignoraba era que Márquez no iba a cumplir su palabra de volver con refuerzo para defender al emperador. Pasó por Puebla, volvió a la ciudad de México. Vio un par de veces más a Leonor, y, hasta donde da a entender, pasó una noche con ella. Solo una, y gracias al azar. Rondaba la casa de ella, cuando una banda de soldados liberales se le acercó con gran violencia. Ella le lanzó una escalera de cuerdas, y él subió. Después… pasaron las horas.

Al día siguiente, el conde logró escabullirse, entre gritos y tiros: los liberales estaban entrando a la mansión de los Torres Adalid. Con el corazón desgarrado, Khevenhüller la dejó para saltar por la ventana e intentar reunirse con sus hombres. Poco después, salía del país.

Jamás volvió a ver a Leonor. Pero sabía que su amor dejó huella “Nunca la volví a ver, pero sí tuve noticias de ella… estoy en posesión del retrato de mi hijo… la familia Rivas partió inmediatamente para su casa en el campo…”

El conde heredó su título familiar, se volvió príncipe. Se casó en Austria, no tuvo hijos. En 1901 volvió a México, para asistir a la consagración de la capilla que en memoria de Maximiliano se construyó en la cima del Cerro de las Campanas. Él había sido uno de los mediadores para restaurar las relaciones diplomáticas entre México y el imperio austrohúngaro. Murió en 1905. No pudo heredar su título a su hijo mexicano. Ese hijo llevaba el apellido Torres Adalid.