* En Torreón vivían 600 chinos. Cuando por fin llegaron a la ciudad los grandes jefes de aquellas fuerzas, alcanzaron a frenar la masacre. El líder principal, Emilio Madero, ordenó contar a las víctimas: 249 chinos habían sido brutalmente asesinados

Crónica

Al calor de la revolución maderista, que crecía como maremoto, se cobraron muchas cuentas personales pendientes, y muchos agravios, reales o imaginados, fueron saldados disimulándolos con la bandera del levantamiento contra el gobierno de Porfirio Díaz. La comunidad china que se había establecido en una de las importantes ciudades de la Laguna, y que había ganado espacios y prosperidad, fue arrasada en un arranque genocida que sigue siendo un episodio vergonzoso de la historia mexicana.

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De la noche a la mañana, Torreón se inundó de sangre. Corrían tiempos duros: la revolución maderista se extendía por todo el país. Los periódicos de la ciudad de México publicaban planas llenas de pequeñas notas que hablaban de “los sediciosos”, “los revoltosos”, “los sublevados”, cuyos movimientos ya ocurrían por los más diversos puntos del país. A mediados de mayo era evidente que el orden porfiriano se resquebrajaba, y que de nada había servido el manifiesto donde el presidente Díaz insistía en su buena voluntad para con los cambios que exigían los mexicanos. Tampoco había funcionado la renovación, de emergencia, del gabinete federal. Por eso, en aquellos días ya había negociaciones entre los enviados gubernamentales y los representantes del maderismo.

Ese era el estado de efervescencia en el que vivía el país. Y, concentrados en aquellas negociaciones, que fueron la antesala de la renuncia de Porfirio Díaz, pasaron varios días antes de que se supiera que el horror había entrado en Torreón. El resultado, varios cientos de muertos, todos pertenecientes a la comunidad china. Aquellos sucesos causaron una herida profunda y se convirtieron en un signo de vergüenza para aquel, el primero de los movimientos revolucionarios, porque no había, para aquellos asesinatos, otra explicación que el odio al otro, al diferente, al venido de otras tierras, y que había logrado prosperar.

Esa prosperidad mató a la mitad de la comunidad china del Torreón de 1911.

TRABAJADORES Y AHORRATIVOS

A principios del siglo XX, Torreón era una de las prósperas ciudades de la comarca lagunera. Su expansión, detonada en buena parte por el desarrollo ferrocarrilero, atrajo a mucha gente, oriunda de estados vecinos. Era lógico que también se empezaran a forma comunidades extranjeras. Una de ellas, la china, formaba parte de un movimiento migratorio fomentado por el crecimiento industrial y las políticas antiinmigrantes de Estados Unidos. Vieron en México un sitio con menos restricciones para entrar y establecerse, y, a fuerza de trabajo, sobrevivir.

Además, México no era un territorio extraño para los chinos. En los siglos virreinales se habían dado, gracias a las rutas comerciales que conectaban el puerto de Acapulco con el Oriente, antecedentes de migración. La oleada de chinos migrantes que vivía en Torreón en mayo de 1911 había comenzado hacia 1880, y desde ese entonces se habían dado brotes de xenofobia contra la comunidad, no sólo en el estado de Coahuila, sino en entidades vecinas, como Sonora, Chihuahua, Baja California.

Sordos rencores empezaron a cultivarse en torno a los inmigrantes chinos, que pronto llegaron a integrarse en comunidades bastante grandes. Se habían colocado con facilidad en los estados donde había rebeliones constantes de los pueblos indígenas, como los yaquis. La idea original de admitir a los chinos como trabajadores era que, tarde o temprano, y mediante la represión militar se acabarían las sublevaciones indígenas y los chinos serían una mano de obra más o menos “desechable”.

Ahí empezó aquel resentimiento contra los chinos: eran buenos trabajadores, y mano de obra muy barata, y, en términos generales, no se mezclaron con la población mexicana. “Nos quitan los empleos”, empezó a ser el reclamo que, en tonos diversos, circulaba por algunas regiones del norte. Por añadidura, eran ahorrativos. Si ganaban tres pesos, se las arreglaban con $1.50 y guardaban el resto. Luego, con lo ahorrado, ponían sus negocios.

Esa prosperidad aparecía a los ojos de quienes ignoraban lo que había detrás como algo torcido, oscuro. Así se empezó a construir una leyenda negra en torno a los chinos inmigrantes: se les culpó de la venta y la circulación de una de las drogas legendarias de los tiempos porfirianos: el opio. Y si bien era cierto que algunos de ellos sí se involucraron en aquellos negocios turbios, la mayor parte eran gente honesta y sacrificada, como casi todos los inmigrantes.

En mayo de 1911, la comunidad china de Torreón era bastante próspera. Tenían negocios diversos, como tiendas de abarrotes, restaurantes, venta de legumbres y lavanderías. Eran aproximadamente 600 personas, casi todos varones. Seguían siendo llamativos, porque mantenían su vestimenta tradicional, sus peinados, y entre ellos se comunicaban en su lengua natal. Siempre fueron “los otros”, “los extranjeros”, los ajenos, los diferentes. Pero era tal su bonanza económica, que hasta banco propio tenían. No era de extrañar que la xenofobia creciera, como planta malsana, en la tierra fértil de la vida económica de la Laguna.

Los sentimientos antichinos no nacieron al calor de los levantamientos antiporfiristas. Las manifestaciones y reuniones contra las comunidades chinas ya ocurrían en diversos puntos del país en la primera década del siglo XX, y la prensa daba cuenta de ellas. Incluso, existe un grabado, que se atribuye a José Guadalupe Posada, elaborado hacia 1904, proveniente de una hoja volante, y que, en la figura estereotipada de un chino, se planteaban los males que, se afirmaba, habían traído al país: el juego de azar, la transmisión de enfermedades como la lepra y el odio, que se aseguraba, estos inmigrantes profesaban a los mexicanos de bien.

Sin saberlo, la revolución maderista llevó a Torreón la llama que incendió a la ciudad y la ensangrentó el 15 de mayo de 1911. Al grito de “¡muera el gobierno porfirista!”, lo que parecía una más de las acciones rebeldes se cebó en la comunidad de inmigrantes.

LA MUERTE CABALGA EN TORREÓN

Se ha culpado, durante años, a Francisco Villa de la matanza de mayo de 1911. Pero el jefe revolucionario que entró con sus fuerzas en Torreón era Benjamín Argumedo. Poco a poco, la rebelión se había apoderado de la Laguna. A principios de mayo, se habían posesionado de Gómez Palacio. Concentradas las tropas porfiristas en Torreón, los maderistas sitiaron la ciudad desde el día 12. Se libraron duras batallas, y, ante la superioridad numérica -los rebeldes eran más de 12 mil y los defensores no llegaban al millar- las fuerzas federales se marcharon de Torreón en la madrugada del día 15.

Sin los jefes principales de aquellos contingentes, como Emilio Madero y Sixto Ugalde, las tropas revolucionarias empezaron a internarse en la ciudad. Así empezó la masacre.

Los testimonios que después se conocieron explican al rencor y a la xenofobia como motores de la tragedia: aquel momento, en que la ciudad se quedó sin autoridades, fue el escenario para que los resentimientos afloraran y quienes tenían o creían tener cuentas pendientes con “los chinos”, vieran la oportunidad ideal para saldarlas.

Muchos de esos torreonenses con el odio guardado habían bebido con largueza. La borrachera les aflojó la mano y les nubló en entendimiento. Entre los primeros revolucionarios que entraron a la ciudad había algunos que tampoco se encontraban en sus cinco sentidos. La violencia, como roja marejada empezó a manifestarse con tiros y saqueos. Rápidamente los comercios de la comunidad china se volvió un objetivo muy apetecible.

Las narraciones que sobreviven de aquel día son brutales: revolucionarios y no revolucionarios empezaron a sacar a los chinos de sus hogares y en la calle los baleaban; otros dispararon donde los encontraban escondidos. Las balas no fueron el único recurso: después de la matanza, las calles estaban llenas de víctimas muertas a machetazos.

El Banco Chino fue saqueado e incendiado. Un edificio de la comunidad, el Wah Yick se convirtió en una enorme tumba, cuando la enloquecida mezcla de torreonenses y revolucionarios entraron y mataron a todo al que encontraron. Poco a poco, la matanza se extendió por la ciudad; los cuerpos eran tirados en las calles. Dando rienda suelta a los sentimientos fomentados por años, se vio a chamacos pateando los cuerpos, a gente robando los zapatos de los cadáveres. Por una ventana, alguien arrojó a la calle una cabeza. Se supo de dos mujeres chinas brutalmente violadas. En la mayor lavandería china de la ciudad, Wong Nong Jum, el administrador y algunos de sus empleados, fueron muertos a tiros. Otros, saltando la barda del negocio, lograron escapar.

Importa decir que hubo muchos chinos que lograron salvarse, o bien por esconderse con habilidad o bien por recibir protección de torreonenses honrados que los ocultaron. Se sabe de un fabricante de muebles, llamado José Cadena, que se expusieron ocultando a los perseguidos. No fue el único. Otros personajes de la ciudad, entre rancheros, abogados y comerciantes, lograron salvar a decenas de personas.

DESPUÉS DE LA MATANZA

En Torreón vivían 600 chinos. Cuando por fin llegaron a la ciudad los grandes jefes de aquellas fuerzas, alcanzaron a frenar la masacre. El líder principal, Emilio Madero, ordenó contar a las víctimas: 249 chinos habían sido brutalmente asesinados. Se inició una investigación, en la que se señaló a Benjamín Argumedo como el responsable de aquel desastre.

La indagación duró mucho. Tres meses después, la legación china aseguró que el total de víctimas sumaba 303. Se cruzaron acusaciones: Los revolucionarios afirmaron que los principales culpables de la matanza habían sido los propios torreonenses, los más pobres, los que culpaban de su miseria a los chinos que les robaban los empleos y la prosperidad. A la larga, la investigación exoneró a Argumedo; la mucha gente interrogada empezó a señalar culpables. Eran muchos los habitantes de la ciudad en esa lista de criminales.

Pasó el tiempo: cayó don Porfirio, y la comunidad china intentaba sanar de sus heridas y olvidar el horror. Pero los sentimientos antichinos no se desvanecieron: pasados diez años de conflicto armado, en la década de los 20, todavía había en Torreón una sociedad antichina; en los años treinta, incluso, hubo leyes para contener y presionar a la comunidad. La masacre de Torreón abrió una herida de la que, apenas en este 2021, el Estado mexicano decidió ocuparse.